Es tan serio el trabajo de un Abogado y son tantas las situaciones injustas que por desgracia debemos presenciar, que el hecho de plasmarlas en forma de relatos, con un tono irónico y jocoso, pudieran llevar a la convicción personal, indudablemente falsa, de que así podría hacerse más llevadero el ejercicio diario de ésta ingrata profesión.
En todos los que pueden leerse seguidamente figura el Abogado bien como protagonista bien como simple espectador, y en aquellos que aparecen bajo el epígrafe “Formas de matar a un Abogado” se contienen los distintos mecanismos de tortura capaces de alienar y exterminar a los Letrados tanto en su vida particular (¿verdaderamente la tenemos?) como en el desarrollo de su actividad profesional (veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año, desde la colegiación y jura hasta el día de su muerte).
Pido perdón a quien por lo descrito pudiera sentirse tan ofendido como yo, aunque proclamo que todo lo aquí expuesto es rigurosamente cierto, o al menos a mí así me lo parece.
El Letrado inició su alegato con el temor de siempre, el de ser interrumpido reiteradamente y de forma desconsiderada por el Juez, sin darle tiempo a exponer todo aquello que previamente había sido objeto de una tan meticulosa y detallada preparación, con un pormenorizado análisis de los hechos objeto de debate y la consiguiente aplicación a éstos de la Doctrina Jurisprudencial y Científica más atinada y novedosa.
Mas ésta vez sí, por fín sucedía, pues conforme avanzaba en su exposición oral, comprobaba con evidente alegría que la misma no era en modo alguno interrumpida ni cercenada, por lo que, contrariamente a lo que ya era tan habitual en todos sus informes, renunció a resumir el mismo y a exponerlo con rapidez, recurriendo ahora al adorno y a las citas de mayor elegancia que la experiencia y las contínuas lecturas le habían suministrado.
Y, así, en ese afortunado contexto, el Abogado sentíase realizado, libre, dando rienda suelta a sus conocimientos jurídicos y a su minucioso estudio del asunto en cuestión, vibrando con su oratoria, como en éxtasis, de forma idéntica a la sensación que experimenta el torero que encuentra una tarde a ese toro que embiste con nobleza y que, por fín, le permite demostrar, de forma indiscutible, su arte, antes de que suene el primer aviso.
Pero, justo cuando se disponía a hablar, en defensa de su cliente, acusado de tan grave delito, de aquélla teoría que tanto le deslumbraba,“El Derecho Penal del Enemigo” en formulación de Gûnter Jakobs, todo terminó de forma brusca, con el sonido de aquél despertador, que le rescató de su apacible irrealidad, sin dejarle terminar su obra, con la desalentadora comprobación de que todo no había sido sino un sueño, nada más que un sueño.
Así que cogió el despertador de la mesita, apagó la alarma, y lanzó aquél maldito objeto con fuerza contra el suelo.
Y tras ello, renunciando a los ritos de cada mañana, el aseo personal, el desayuno y la introducción en su maletín de la documentación pertinente, volvió a intentar dormirse, para poder seguir soñando, con la esperanza de terminar aquél juicio y esperar así la ansiada Sentencia que, de ser adversa, en la siesta sería oportunamente recurrida.
Sin duda, se trataba de un Abogado vocacional.
Juan Pedro Peinado. Úbeda, 2 de febrero de 2012.
No quisiera Doctor que concluyera, de forma sin duda equivocada, que se trata de algún tipo de perversión o desviación secreta, pues nunca he sentido atracción, ni tan siquiera por mera curiosidad o por puro esnobismo, por el erotismo ni por la pornografía –de quien Leonardo Sciascia afirmaba que lo único pornográfico que contiene es el propio espectador- y menos aún por cualquier tipo de filia conocida.
Sin embargo, he de reconocer -soy plenamente consciente de ello- que, como sin duda usted habrá de constatar, tampoco es que se trate, lo que voy a relatar, de algo desarrollado dentro de los parámetros de la normalidad.
Como le anticipé por teléfono al concertar la cita, soy Abogado desde hace más de treinta años, con un nada despreciable volumen de asuntos y con un reconocido prestigio en mi comunidad.
Centrándome en el caso, comenzaré diciendo que nos conocimos en mi despacho y ya después, hasta hoy mismo, continuamos juntos, como si de una relación estable de pareja se tratara, habiendo sido inseparables en Juzgados, Audiencias Provinciales, Tribunales Superiores de Justicia, Tribunal Supremo, e incluso, en alguna ocasión, en el Tribunal Constitucional. De hecho estábamos preparando para dentro de unos meses un viaje a Estrasburgo, al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Hemos, por tanto, convivido con escritos, recursos, pruebas, vistas, conclusiones y notificaciones, providencias, diligencias de ordenación, decretos, autos y sentencias, de forma que, como podrá observar, y en cuanto a lo profesional se refiere, lo hemos compartido prácticamente todo.
Y mucho también hemos compartido de lo que corresponde al ámbito de lo particular o privado, pues no han sido pocos los momentos en que no nos hemos desligado tampoco en festivos, domingos y periodos vacacionales, sobre todo por mi dificultad para separar el trabajo del ocio, al haber destinado prácticamente mi vida al desempeño de mi actividad profesional lo que, por otra parte, no es que sea una característica impropia de cualquier Abogado.
Los Abogados, verá, no tenemos horas, doctor. Todo lo absorbe el trabajo, como si se tratara de un imán o, mejor aún –digo peor- de un ser maligno, una especie de bestia que todo lo succionara, como una sanguijuela cuando comienza a chupar la sangre de su presa y a la que hay que terminar quemando para poder interrumpir así su insaciable y líquido festín.
En definitiva, en todos estos años pocos pueden decirse que hayan sido los momentos en que nuestra vida discurriera por caminos diferentes. Ya le digo, siempre juntos.
Todo empezó aquella tarde, en que salí del despacho abatido, tras una infructuosa búsqueda sin éxito, creyendo haberlo perdido para siempre. Y así llegué a casa obsesionado, preguntándome dónde estaría, y también si podría acostumbrarse a estar con alguien que no lo conociera y entendiera como yo, tal y como Silvio Rodríguez y Pablo Milanés cantaban en su “Unicornio azul”. ¿Recuerda?: “Mi unicornio azul ayer se me perdió, no sé si se me fue, no sé si se extravió…….Mi unicornio y yo hicimos amistad, un poco por amor, un poco con verdad..”
Sí, todo empezó aquella tarde, en que, como le decía, salí del despacho abatido, tras una infructuosa búsqueda sin éxito, creyendo haberlo perdido para siempre, y así llegue a casa obsesionado con él, preguntándome qué sería de mí tras su ausencia, y de él sin la mía, y también si podría acostumbrarme a estar con otro que no me conociera y entendiera como él.
Sí, todo empezó aquella tarde y continuó cuando, de madrugada, ya cansado, y sumido en una profunda tristeza, volví a casa, me dirigí al dormitorio y, al abrir la cama, desplegando la colcha y las sábanas, pude ver, con evidente sorpresa, que allí se encontraba, relajado, voluminoso, tumbado, abierto, dispuesto, voluptuoso, pidiendo nuevamente ser manoseado….
Sin duda alguna allí estaba de nuevo, esperando ser complacido, como si estuviera esperándome, libidinoso, con intención de entregarse y también de ser correspondido: EL EXPEDIENTE CONTENCIOSO DEL BUFETE NÚM. 69/2.013.
Juan Pedro Peinado. Úbeda, 28 de Enero de 2018.
“La causa que hace surgir, que conserva y que fomenta la superstición es, pues, el miedo.”
“La superstición es la religión de las mentes débiles.” Edmund Burke.
Me llama un Procurador amigo porque, en un caso penal donde él representa a la acusada, una grave enfermedad de su Letrado ha provocado, tras múltiples suspensiones de la vista, un requerimiento urgente del Juzgado para que se proceda a designar nuevo Abogado si no se prevé una pronta mejoría del anterior, por lo que me ha recomendado.
Tras solicitar la documentación del caso, recibo por primera vez a la cliente y a su esposo, quienes me entregan el expediente retirado del despacho del Letrado inicial. Y antes de personarme en el asunto como nuevo Abogado de la defensa, remito un e-mail a aquél rogándole me confirme su disponibilidad para seguir haciéndose cargo del asunto, y transmitiéndole que confío en que ello sea factible, al no ser de mi agrado encargarme de un caso por tan triste circunstancia (aún me espera conocer la otra). La falta de respuesta me confirma la gravedad de su estado.
Personado en el procedimiento, en pocos días se me comunica el inminente nuevo señalamiento. Y, una vez obtengo copia íntegra de las actuaciones y procedo al estudio de su contenido, me reúno nuevamente con la acusada y su esposo a quienes explico mi línea de defensa, que coincide plenamente con la estrategia previamente diseñada por mi compañero, emplazándoles de nuevo para unos días antes del juicio con el objeto de preparar el mismo.
Como unas de las pruebas propuestas con acierto por mi antecesor en la defensa, y la fundamental para ésta, es una Pericial, que fue en su día admitida, en la reunión mantenida días antes del juicio pido a la cliente que llame a la Perito para confirmar que está citada judicialmente y poder también cambiar impresiones sobre su informe, y es entonces cómo nos enteramos no sólo de que no ha sido citada en forma sino que, además, está convaleciente de una reciente intervención quirúrgica y en reposo absoluto por prescripción facultativa, lo que me lleva a solicitar la suspensión de la vista que, al día siguiente, se me informa por vía telefónica desde el Juzgado que ha sido rechazada, por lo que tendremos que asistir al juicio, si bien luego, iniciado éste y reiterando de nuevo mi petición de suspensión, justificándola debidamente, se acuerda finalmente acceder a mi petición.
Y es entonces cuando viene a mi memoria el caso de aquélla anciana. Hace tantos años de ello…..Más de veinte. Ya ni siquiera me acuerdo de su nombre. Recuerdo verla caminar por la calle con dificultad, arrastrando su voluminosa bolsa, con su vieja, extravagante y desfasada indumentaria: zapatillas gastadas, falda larga, medias gruesas, de colores; pelo muy blanco y descuidado y blanca pelusa, como de algodón, crecida bajo su nariz y en el mentón. Tiempo después supe que vivía, durante el día, en la calle y que dormía en el albergue municipal.
Un día de los que paseaba con mi mujer, me abordó y, llamándome por mi nombre, me dijo, con una voz tan fina y educada que me rebeló que debía haber sido una persona instruida y acomodada antes de caer en la indigencia, que había solicitado la designación de Letrado del Turno de Oficio, al haber obtenido en su día los beneficios de justicia gratuita, para continuar la tramitación de un viejo pleito hereditario de cierta trascendencia económica, ante la renuncia del Abogado anterior. Y, al parecer, yo había sido el designado.
Comencé entonces a interesarme por su asunto, más que por mera obligación profesional por un irrefrenable sentimiento de empatía, y así logré informarme de quién había sido su anterior Letrado con el que de inmediato contacté para que me diera sus impresiones sobre el asunto y me trasladara la información documental más básica para comenzar a enfocar el mismo antes de poder acceder al expediente judicial.
Y cuál fue mi sorpresa cuando el compañero me
informó que, si bien se trataba de un asunto importante, pues había podido
comprobar que la anciana había pertenecido a una familia adinerada, todos los
Abogados designados con anterioridad –todos- (no recuerdo el número pero no
habían sido ni uno ni dos) habían fallecido en trágicas circunstancias, razón
por la cual él no estaba dispuesto a seguir tentando a la suerte, lo que motivó
que se apartara del asunto con vanas excusas.
Siempre que veía a la anciana ésta me preguntaba por su litigio y, como el albergue se encontraba muy cerca de mi antiguo despacho, a veces se pasaba para interesarse.
Pero yo, que, tras las explicaciones del compañero, cada vez sentía más desgana, más desasosiego y, (por qué no decirlo) más miedo, me obsesionaba pensando que quizá, si seguía con el asunto, podría ser el próximo en caer y, dadas mi juventud, mi reciente matrimonio y mis ganas de intentar hacerme un nombre en la Abogacía, en el conocimiento de que, conforme al Artículo 1965 del Código Civil, no prescribe entre coherederos la acción para pedir la partición de la herencia, tomé la determinación, primero, de dilatar mi intervención en el procedimiento y, después, cuando ya no eran posibles más pretextos, de renunciar definitivamente al pleito con una falsa excusa.
Sin embargo, ello me causó una sensación ambivalente: El evidente sentimiento de culpa por, sucumbiendo así a la más absurda de las supersticiones, no haber tenido la valentía de continuar con mi trabajo para ayudar a aquella pobre anciana y, al mismo tiempo, la enorme satisfacción por la esperanza de poder lograr así una más larga vida que me permitiera cumplir mis expectativas familiares y profesionales.
Por eso, cuando he recordado ese antecedente en la reunión preparatoria de éste nuevo juicio penal ya no he podido evitar pensar en ello de forma casi obsesiva, al poner en relación aquél recuerdo del pasado con lo sucedido en éste reciente caso, en el que constato que el Letrado al que sustituyo, y ahora el Perito por el mismo designado, han caído enfermos, obsesión agravada por el hecho que también mi amigo, el Procurador del caso, que me recomendó para éste juicio, ha tenido que ser intervenido quirúrgicamente en fechas recientes, creándome todo ello la duda de si no seré yo el próximo en ver cómo quiebra de forma inexplicable mi salud.
Esta madrugada he soñado con el vudú; esa especie de religión proveniente de África practicada aún en algunas etnias; y con el esoterismo, el culto a las serpientes, la realización de sacrificios animales, el fetichismo y con la práctica del trance como intento de comunicación con lo sobrenatural. No abandona mi mente el recuerdo de esos documentales y películas donde un muñeco recibe pinchazos de alfileres y así se termina produciendo un mal a aquél a quien se quiere hacer daño.
Ésta misma mañana, ya en el despacho, consultando en internet -con la misma determinación con la que habitualmente busco jurisprudencia en las bases de datos- descubro el sincretismo que sufrió la religión original en el área del Caribe (por medio de los esclavos que habían sido llevados allí desde África) con la religión católica romana. Y me informo del Candomblé, la Macumba y la Umbanda, de Brasil; del vudú haitiano; de la Santería de Cuba y la República Dominicana; de La Regla de Ocha, de Cuba o de las prácticas de vudú en Colombia, Venezuela y Puerto Rico.
Y, con mi profundización en tan inquietantes cuestiones, constato también que lo que parece ser común a todas o casi todas estas manifestaciones es la creencia de una entidad sobrenatural superior, que tiene diversos nombres pero que no es accesible por los humanos, razón por la cual la comunicación debe hacerse por medio de los loas, una especie de deidades intercesoras o intermediarias, siendo el trabajo del “sacerdote vudú” el de poder entrar supuestamente en contacto con estos loas, pues sus practicantes creen que el loa hablaría por medio de estos nexos humanos, a quienes se respeta y venera –creo que más bien se les teme- siendo el nombre de éstos sacerdotes el de mambo, en el caso de la mujer, y de houngan, en el caso de los hombres.
No obstante mi temor y mis nuevas y actuales obsesiones, el recuerdo de aquélla anciana y de mi indigna antigua acción –jurídicamente estaría prescrita cualquier responsabilidad por mi parte- me he propuesto finalmente, sin embargo, no caer ahora en el mismo error y en la misma cobardía de antaño -¿fue legítima defensa o estado de necesidad?- prometiéndome por ello no abandonar éste caso por absurdas supersticiones, por lo que mi empeño e irrevocable determinación será, como es mi obligación, conseguir la absolución de mi cliente y al tiempo mi condena a cualquier estado de enfermedad.
Pero ahora veo cómo mi voluntad quiebra y mi firme y noble propósito se debilita cuando en el expediente descubro, con evidente preocupación y horror, la procedencia geográfica de la denunciante -la parte contraria en éste nuevo litigio criminal- que corresponde precisamente a uno de esos países donde más culto y arraigo tiene aún la práctica del vudú.
¿Qué puedo hacer ahora ante ésta disyuntiva? ¿No podría basarme, moralmente, en la legítima defensa o en el estado de necesidad para justificar el abandono del caso?
Si aún fuera creyente, al menos podría pedir: “¡QUE DIOS ME AMPARE!”……………………..…
Juan Pedro Peinado. Úbeda, 06 de marzo de 2019.
“Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”.
Augusto Monterroso.
Antes de exhalar el último suspiro, en las puertas de su juicio final, el anciano Abogado masculló:
- “Protestooooooo”.
Juan Pedro Peinado Ruiz. Úbeda, 21 de marzo de 2019